martes, diciembre 12, 2006

El juego de la silla


Durante años la vi. Al principio me parecía extraña, pasada de moda. Con el tiempo, con el paso de las horas, con la madurez, entendí que sólo se dejaba llevar por el pasado.
Cuando comenzó a venir yo tenía apenas 25 años. En ese momento me creía un adulto hecho y derecho. Un modelo terminado. Ella tendría unos 40 años. A mí me parecía vieja, pero los otros la miraban con ganas. Con ganas de ser el muerto.
Pasó un año: ella venía cada primero de mes y se quedaba un par de hors sentada en la silla de madera que había hecho traer desde su casa. Se sentaba y miraba el piso. O algo entre el zócalo y el piso. Yo intentaba dejar para esas horas del día el lustrado de los mausoleos cercanos. Disimuladamente, pasaba cerca a cada rato y la observaba. ¿Qué habrá tenido ese muerto?, nos preguntábamos. Lo imaginábamos un hombre adinerado, poderoso, un amante feroz. Yo llegué a soñar con él algunas noches, tal era mi obsesión con su mujer.
Pasó otro año: yo podía ver de lejos las arrugas que surcaban su cara. Creo que nunca, creo, la ví llorar. Eso también me preocupaba: ¿qué tipo de amor habrían vivido?, ¿habrían sido inseparables o una de esas parejas distantes, prolijas, frías? ¿Era su calma, su eterna espera, su distancia una muestra, una extensión de lo que había sido su relación?
Pero otra pregunta me atormentaba: ¿por qué venía una y otra vez a sentarse en esa maldita silla? ¿Por qué desperdiciaba su vida observando una grieta? ¿Por qué no levantaba la vista y me descubría observándola, indecentemente, buscando problemas?
Pasaron varios años más: yo ya había dejado de trabajar en el cementerio. Una tarde mi esposa me pidió que la acompañe a buscar la tumba de un familiar lejanísimo. La acompañé entre quejas y la ayudé a buscar un nombre irreproducible entre las chapas sucias.
Al doblar una esquina la ví. Recostada entre los escombros, llena de polvo, olvidada. Parecía que nadie la había tocado durante años. Me acerqué con miedo de verla también a ella, debajo de la silla, esquelética, perseverante, enamorada. Al encontrar su ausencia creo que me desilusioné un poco: yo había construido a partir de aquella mujer un ideal romántico que sólo esperaba alcanzar después de la muerte.
Apoyé mi cabeza sobre las rejas e intenté encontrar el resquicio en el que ella fijaba su mirada. Nada. La nada misma hecha cemento. Al descansar mi frente sobre una reja apoyé mi mano sobre la pared, sobre algo frío. La mano de mi esposa se apoyó en mi hombro de repente. Pobrecito… comenzó a decir. Dos añitos nada más, agregó.