jueves, septiembre 28, 2006

26 centímetros

Uno cree que no es posible, pero ocurre. Uno siente que nunca va a poder olvidar, pero los recuerdos se diluyen con el paso del tiempo. Pero quiero aclarar que cuando digo uno me refiero a yo. A mí. A la viuda de. A la mujer que durante años fue de alguien, y ahora. No.
Ahora vengo una vez por mes. Me siento en uno de los bancos del pasillo central. Veo pasar a la gente. Mucho turista, mucha cámara fotográfica. Chicos vestidos de negro, curiosos, mal entretenidos. Yo vengo y me siento. Antes, al principio, me paraba frente a la puerta de hierro verde y me quedaba mirando hacia el interior como si esperara que alguien saliera a abrir. Ahora ni siquiera me molesto en avanzar por ese pasillo estrecho y buscar una vez más la puerta. Creo que inconscientemente nunca pude recordar la exacta ubicación de la morada final de mi esposo. Mi finado esposo. Mi muerto. Mi recuerdo que se desvanece.
Primero fue su rostro. Comencé a olvidar cómo era su nariz. El color de sus ojos se tornó borroso. No puedo recordar si eran verde azulados o azules verdosos. Debería aclarar aquí que una vez que murió quemé todas las fotos. Romántica, optimista, estúpidamente, creí ser capaz de llevarlo dentro mío de tal forma que sería imperecedero en mi memoria. Pero no. Todo nos abandona poco a poco. Todo, eventualmente, nos deja.
Una vez que su cara desapareció, fue la voz. Se supone que tenía un timbre particular. Era una voz grave. O quizás no. Sí recuerdo —y esto me sostiene ahora, sentada en el banco, mirando el piso— que solía hablarme al oído, y entonces no importaba el tono, sino la tibia modulación de las palabras, las eles que se deslizaban por mi cuello y se hundían en cada poro, me estremecían como si fueran manitos deslizándose por el tobogán de mis hombros, las emes que zumbaban promesas, las erres que repiqueteaban dentro mío.
Poco a poco, ahora que lo pienso mientras el décimo gato negro que pasa delante de mí (o quizás sea el mismo, el único gato negro del cementerio), he ido perdiendo lo poco que creía tener: toda una vida de recuerdos, momentos transitados como si su única finalidad fuera ser recordados. Viví una vida memorable, una vida construida para ser recordada. Y ahora se me escurre. Y parece que no hay nada que pueda hacer para retenerlo. Para retenerme. Yo también, poco a poco, desaparezco en mi recuerdo.

Hace tiempo, cuando todavía solía quedarme quieta ante la puerta, uno de los cuidadores se acercó a darme conversación. Al parecer, había conocido a mi marido. Recordaba, irónicamente, unas preguntas que le había hecho un año antes de morir. Él sabía que le quedaba poco tiempo, y quería organizar todo antes de mudarse definitivamente a la Recoleta. Entre otras cosas, le preguntó cómo ubicaban los ataúdes, y las medidas de las bóvedas. El nuestro es uno familiar. Digo nuestro porque pronto yo también me voy a mudar.
El cuidador recordaba la charla porque le pareció extraño, casi exagerado, el interés que puso mi marido en la distancia que separaría nuestros féretros. 26 centímetros, le dijo. Ni más ni menos. ¿Se puede hacer eso? ¿Lo tengo que poner por escrito? Todo se puede acá, señor, le respondió. Con plata, todo se puede.
Por más que intento, no puedo. 26 centímetros. Qué se supone que significa eso. Quisiera recordar por qué ese número era importante para él. Pero nada. Todo se escurre. Todo, en estos días, me abandona.

Ahora sólo me aferro a un número, una diferencia, un puente.

1 Comments:

Blogger Carolina said...

carajo

mierda

no salen lo numeritoooooooo

11:19 p. m.  

Publicar un comentario

<< Home