lunes, octubre 09, 2006

El silencio

No esperen gran cosa de mí. Cuando estaba vivo no tenía nada que decir y el drástico cambio de estado no incluyó un cambio en ese aspecto. Siempre me llamó la atención que alguien pudiera interesarse en mí, a lo mejor ese fue mi error. Como sea, quedan ustedes advertidos. No me hago responsable si no surge nada relevante de esta exposición y todo derecho a reclamo queda abolido desde este instante.
¿Cómo es la vida acá? Bien, en lo que a mí respecta no difiere mucho de lo que era antes. Recuerdo, por ejemplo, que siempre le tuve miedo al silencio. Por eso cuando la casa se llenó de vacío pareció hincharse, multiplicar su tamaño. Entonces comencé a recorrer cada habitación cantando y haciendo preguntas que contestaba afinando un poco la voz. Después de un tiempo necesité más lugar para caminar y salía a pasear por el barrio en busca de sonidos que nunca encontraba.
Solía temer a la muerte porque esperaba que fuera puro silencio. Para mi sorpresa no fue nada parecido. Todos los días mi barrio se llena de un bullicio de muerte. Muchos idiomas mezclados, clicks fotográficos, alguien que explica quien fue mi vecino y visitas anónimas que no son nunca las que uno espera.
No obstante, algunas noches el barrio se sume en el silencio, entonces retomo mis hábitos premortem y me lanzo a deambular. En general el cielo está cerrado y se hace difícil caminar en la oscuridad pero de alguna manera logro evitar colisiones que, supongo, serían dolorosas. Por momentos el tiempo se apiada, las nubes se abren y la luna marca los senderos con luz pálida distinguiéndolos de las casas que, en un claroscuro más barroco que el trazado de las calles, aparecen negras en su totalidad a excepción de algunas de las estatuas que, metros más arriba, les dan el acabado. Acariciados por la luz de la luna aparecen ángeles, Cristos, una tersa espalda desnuda, madres llorosas. Me gusta contemplarlos. Hacerlo me llena de placer y de un calor que hace tiempo no siento. Pero cuando las nubes vuelven el lugar se oscurece, siento otra vez la ausencia y el placer se transforma en dolor.
Cuando camino cerca de los muros puedo ver las copas de los árboles del otro lado. Se mecen de un lado al otro, las adivino verdes. Podría pensar que mágicamente los árboles ganaron la facultad del movimiento, pero sé que el vaivén se debe al viento aunque yo no pueda sentirlo. En efecto, me percato de que entre caminar y flotar no hay diferencia, pues no puedo sentir el suelo bajo mis pies. Extiendo la mano y a pesar de ver la superficie rugosa de la piedra no la percibo en los dedos. Entonces me acerco a alguna estatua, una mujer vestida con túnica. Pienso que se parece y tomo su mano. La sé fría pero se me antoja cálida. Canta un pájaro, o una radio, y yo, parado aún junto a la estatua, entiendo que la fantasía está a punto de romperse, que por más que lo desee no puedo tocarla. El cielo se torna violeta primero, para luego aclarar hacia el celeste. El canto se multiplica como anuncio del ruido del día. Suelto a mi pétrea amada para volver a mi hogar. Cuando llego nunca hay nada desordenado. No hay señales de otra presencia inquieta, todo sigue igual. El ruido empieza a ganar otra vez el exterior y de nuevo puedo descansar en paz.
En ese momento siempre me doy cuenta de que es el miedo al silencio lo que me mueve ahora igual que antes, que mi vida acá no es diferente a mi vida anterior. Entonces se me ocurre que a lo mejor ya estaba muerto, mucho antes de morir.