sábado, abril 28, 2007

la otra

apenas unas florecitas muerta


no queda nada

de nada

de M/í

cuerpo

memoria

palabras

matices


me dejaste unas flores

te vi mientras te ibas

antes de cerrar los ojos noté

levemente

que tus manos ya tenían

otras

que las sostuvieran

martes, diciembre 12, 2006

El juego de la silla


Durante años la vi. Al principio me parecía extraña, pasada de moda. Con el tiempo, con el paso de las horas, con la madurez, entendí que sólo se dejaba llevar por el pasado.
Cuando comenzó a venir yo tenía apenas 25 años. En ese momento me creía un adulto hecho y derecho. Un modelo terminado. Ella tendría unos 40 años. A mí me parecía vieja, pero los otros la miraban con ganas. Con ganas de ser el muerto.
Pasó un año: ella venía cada primero de mes y se quedaba un par de hors sentada en la silla de madera que había hecho traer desde su casa. Se sentaba y miraba el piso. O algo entre el zócalo y el piso. Yo intentaba dejar para esas horas del día el lustrado de los mausoleos cercanos. Disimuladamente, pasaba cerca a cada rato y la observaba. ¿Qué habrá tenido ese muerto?, nos preguntábamos. Lo imaginábamos un hombre adinerado, poderoso, un amante feroz. Yo llegué a soñar con él algunas noches, tal era mi obsesión con su mujer.
Pasó otro año: yo podía ver de lejos las arrugas que surcaban su cara. Creo que nunca, creo, la ví llorar. Eso también me preocupaba: ¿qué tipo de amor habrían vivido?, ¿habrían sido inseparables o una de esas parejas distantes, prolijas, frías? ¿Era su calma, su eterna espera, su distancia una muestra, una extensión de lo que había sido su relación?
Pero otra pregunta me atormentaba: ¿por qué venía una y otra vez a sentarse en esa maldita silla? ¿Por qué desperdiciaba su vida observando una grieta? ¿Por qué no levantaba la vista y me descubría observándola, indecentemente, buscando problemas?
Pasaron varios años más: yo ya había dejado de trabajar en el cementerio. Una tarde mi esposa me pidió que la acompañe a buscar la tumba de un familiar lejanísimo. La acompañé entre quejas y la ayudé a buscar un nombre irreproducible entre las chapas sucias.
Al doblar una esquina la ví. Recostada entre los escombros, llena de polvo, olvidada. Parecía que nadie la había tocado durante años. Me acerqué con miedo de verla también a ella, debajo de la silla, esquelética, perseverante, enamorada. Al encontrar su ausencia creo que me desilusioné un poco: yo había construido a partir de aquella mujer un ideal romántico que sólo esperaba alcanzar después de la muerte.
Apoyé mi cabeza sobre las rejas e intenté encontrar el resquicio en el que ella fijaba su mirada. Nada. La nada misma hecha cemento. Al descansar mi frente sobre una reja apoyé mi mano sobre la pared, sobre algo frío. La mano de mi esposa se apoyó en mi hombro de repente. Pobrecito… comenzó a decir. Dos añitos nada más, agregó.

lunes, octubre 09, 2006

El silencio

No esperen gran cosa de mí. Cuando estaba vivo no tenía nada que decir y el drástico cambio de estado no incluyó un cambio en ese aspecto. Siempre me llamó la atención que alguien pudiera interesarse en mí, a lo mejor ese fue mi error. Como sea, quedan ustedes advertidos. No me hago responsable si no surge nada relevante de esta exposición y todo derecho a reclamo queda abolido desde este instante.
¿Cómo es la vida acá? Bien, en lo que a mí respecta no difiere mucho de lo que era antes. Recuerdo, por ejemplo, que siempre le tuve miedo al silencio. Por eso cuando la casa se llenó de vacío pareció hincharse, multiplicar su tamaño. Entonces comencé a recorrer cada habitación cantando y haciendo preguntas que contestaba afinando un poco la voz. Después de un tiempo necesité más lugar para caminar y salía a pasear por el barrio en busca de sonidos que nunca encontraba.
Solía temer a la muerte porque esperaba que fuera puro silencio. Para mi sorpresa no fue nada parecido. Todos los días mi barrio se llena de un bullicio de muerte. Muchos idiomas mezclados, clicks fotográficos, alguien que explica quien fue mi vecino y visitas anónimas que no son nunca las que uno espera.
No obstante, algunas noches el barrio se sume en el silencio, entonces retomo mis hábitos premortem y me lanzo a deambular. En general el cielo está cerrado y se hace difícil caminar en la oscuridad pero de alguna manera logro evitar colisiones que, supongo, serían dolorosas. Por momentos el tiempo se apiada, las nubes se abren y la luna marca los senderos con luz pálida distinguiéndolos de las casas que, en un claroscuro más barroco que el trazado de las calles, aparecen negras en su totalidad a excepción de algunas de las estatuas que, metros más arriba, les dan el acabado. Acariciados por la luz de la luna aparecen ángeles, Cristos, una tersa espalda desnuda, madres llorosas. Me gusta contemplarlos. Hacerlo me llena de placer y de un calor que hace tiempo no siento. Pero cuando las nubes vuelven el lugar se oscurece, siento otra vez la ausencia y el placer se transforma en dolor.
Cuando camino cerca de los muros puedo ver las copas de los árboles del otro lado. Se mecen de un lado al otro, las adivino verdes. Podría pensar que mágicamente los árboles ganaron la facultad del movimiento, pero sé que el vaivén se debe al viento aunque yo no pueda sentirlo. En efecto, me percato de que entre caminar y flotar no hay diferencia, pues no puedo sentir el suelo bajo mis pies. Extiendo la mano y a pesar de ver la superficie rugosa de la piedra no la percibo en los dedos. Entonces me acerco a alguna estatua, una mujer vestida con túnica. Pienso que se parece y tomo su mano. La sé fría pero se me antoja cálida. Canta un pájaro, o una radio, y yo, parado aún junto a la estatua, entiendo que la fantasía está a punto de romperse, que por más que lo desee no puedo tocarla. El cielo se torna violeta primero, para luego aclarar hacia el celeste. El canto se multiplica como anuncio del ruido del día. Suelto a mi pétrea amada para volver a mi hogar. Cuando llego nunca hay nada desordenado. No hay señales de otra presencia inquieta, todo sigue igual. El ruido empieza a ganar otra vez el exterior y de nuevo puedo descansar en paz.
En ese momento siempre me doy cuenta de que es el miedo al silencio lo que me mueve ahora igual que antes, que mi vida acá no es diferente a mi vida anterior. Entonces se me ocurre que a lo mejor ya estaba muerto, mucho antes de morir.

jueves, septiembre 28, 2006

26 centímetros

Uno cree que no es posible, pero ocurre. Uno siente que nunca va a poder olvidar, pero los recuerdos se diluyen con el paso del tiempo. Pero quiero aclarar que cuando digo uno me refiero a yo. A mí. A la viuda de. A la mujer que durante años fue de alguien, y ahora. No.
Ahora vengo una vez por mes. Me siento en uno de los bancos del pasillo central. Veo pasar a la gente. Mucho turista, mucha cámara fotográfica. Chicos vestidos de negro, curiosos, mal entretenidos. Yo vengo y me siento. Antes, al principio, me paraba frente a la puerta de hierro verde y me quedaba mirando hacia el interior como si esperara que alguien saliera a abrir. Ahora ni siquiera me molesto en avanzar por ese pasillo estrecho y buscar una vez más la puerta. Creo que inconscientemente nunca pude recordar la exacta ubicación de la morada final de mi esposo. Mi finado esposo. Mi muerto. Mi recuerdo que se desvanece.
Primero fue su rostro. Comencé a olvidar cómo era su nariz. El color de sus ojos se tornó borroso. No puedo recordar si eran verde azulados o azules verdosos. Debería aclarar aquí que una vez que murió quemé todas las fotos. Romántica, optimista, estúpidamente, creí ser capaz de llevarlo dentro mío de tal forma que sería imperecedero en mi memoria. Pero no. Todo nos abandona poco a poco. Todo, eventualmente, nos deja.
Una vez que su cara desapareció, fue la voz. Se supone que tenía un timbre particular. Era una voz grave. O quizás no. Sí recuerdo —y esto me sostiene ahora, sentada en el banco, mirando el piso— que solía hablarme al oído, y entonces no importaba el tono, sino la tibia modulación de las palabras, las eles que se deslizaban por mi cuello y se hundían en cada poro, me estremecían como si fueran manitos deslizándose por el tobogán de mis hombros, las emes que zumbaban promesas, las erres que repiqueteaban dentro mío.
Poco a poco, ahora que lo pienso mientras el décimo gato negro que pasa delante de mí (o quizás sea el mismo, el único gato negro del cementerio), he ido perdiendo lo poco que creía tener: toda una vida de recuerdos, momentos transitados como si su única finalidad fuera ser recordados. Viví una vida memorable, una vida construida para ser recordada. Y ahora se me escurre. Y parece que no hay nada que pueda hacer para retenerlo. Para retenerme. Yo también, poco a poco, desaparezco en mi recuerdo.

Hace tiempo, cuando todavía solía quedarme quieta ante la puerta, uno de los cuidadores se acercó a darme conversación. Al parecer, había conocido a mi marido. Recordaba, irónicamente, unas preguntas que le había hecho un año antes de morir. Él sabía que le quedaba poco tiempo, y quería organizar todo antes de mudarse definitivamente a la Recoleta. Entre otras cosas, le preguntó cómo ubicaban los ataúdes, y las medidas de las bóvedas. El nuestro es uno familiar. Digo nuestro porque pronto yo también me voy a mudar.
El cuidador recordaba la charla porque le pareció extraño, casi exagerado, el interés que puso mi marido en la distancia que separaría nuestros féretros. 26 centímetros, le dijo. Ni más ni menos. ¿Se puede hacer eso? ¿Lo tengo que poner por escrito? Todo se puede acá, señor, le respondió. Con plata, todo se puede.
Por más que intento, no puedo. 26 centímetros. Qué se supone que significa eso. Quisiera recordar por qué ese número era importante para él. Pero nada. Todo se escurre. Todo, en estos días, me abandona.

Ahora sólo me aferro a un número, una diferencia, un puente.

miércoles, septiembre 20, 2006

Ramiro Manfredi y el jazz celestial

A Ramiro Manfredi se le podía objetar, como apasionado lector que era, el error de dar crédito absoluto a los libros de tapa dura. Esta fue, sin duda, la causa de su perdición. Esta y la otra, la casualidad, que siempre mete la mano donde nadie la llama.
Claro, no fue casualidad que el tío de Ramiro hubiera muerto, no hay casualidad alguna en tres atados de cigarrillos por día, pero sí la hay en el nefasto curiosear de Ramiro en la sección prohibida de la biblioteca del finado. Dicha sección fue descubierta por el pobre infeliz el verano del 82, cuando contaba doce años, mientras buscaba un bolón rebelde que había ido a parar tras las cortinas púrpuras que separaban la biblioteca de la sala principal. La sección oculta, que de oculta solo tenía el nombre, ostentaba calaveras y guadañas en los lomos, grandes caracteres dorados sobre cuero negro e hilitos escarlata desprendidos de la encuadernación que la bullente imaginación de Ramirito identificó al instante con hebras de sangre. El tío Manfredi, con un grito en la garganta y tres cigarrillos en la mano, interrumpió el descubrimiento de su sobrino. De esta manera Ramiro quedó vedado de la biblioteca de su tío lo que significó un importante trauma que afloró con prohibiciones posteriores tanto menos honrosas, que más vale callar. En todo caso, Ramiro cambió las bolitas por los libros pero nunca encontró volúmenes como aquellos vistos antaño en la biblioteca de su tío.
Si Ramiro esperaba con ansias la muerte del viejo Manfredi solo él lo sabía. Lo cierto es que cuando finalmente la parca se cobró la cita por tanto tiempo demorada, toda la familia lloró a moco tendido excepto él, que esbozó una sonrisa giocondesca y abandonó el velatorio antes de tiempo para, según dicen, llegar primero a la casa del homenajeado. Habrá sido grande la sorpresa que se llevó cuando al cruzar la cortina púrpura advirtió que, en lugar de los esqueletos y demás imágenes necróticas, se encontraban sendos volúmenes de novelas de aventuras.
Ahora bien, no es que el tío desconfiara de Ramiro, pero inmediatamente después del evento del bolón rebelde, decidió trasladar la sección completa a un lugar más seguro. Pero he aquí que la casualidad quiso que faltando apenas un libro en el estante superior para terminar la operación, el jefe de los bomberos voluntarios de Valentín Alsina (qué hacia en pleno Palermo solo Dios lo sabe) tocara el timbre para vender una rifa a favor del cuartel. Como se puede suponer, el tío Manfredi no era muy afecto a esa gente que piensa que fumar en la cama es peligroso así que era de esperar la discusión desencadenada, el acaloramiento y el consiguiente olvido del último libro en el último estante, que ahora estaba a punto de caer en la cabeza de Ramiro por los furibundos golpes que éste le propinaba a la biblioteca. En efecto, el libro cayó sobre la crisma indefensa de Ramiro, abriéndole un lindo surco. Ramiro pensó, entre el aturdimiento y la sangre, que un libro con una tapa más dura que su cabeza tenía que contener una importante serie de verdades universales y en seguida lo adoptó para sí, relegando sus otras lecturas al nivel de pisapapeles. Así fue como se le metió en la cabeza, leyendo el apartado “Sobre el juicio final”, la idea de que el fin del mundo no sólo estaba cerca sino que estaba retrasado unos treinta años. Lo que sólo significaba que de un momento al otro llovería fuego del cielo y los ejércitos celestiales, acompañados por el trinar de trompetas, llegarían para ajusticiar a los pecadores.
“Paranoico” fue el juicio más difundido entre sus amigos y familiares, que ya eran pocos antes de la muerte de su tío y después sólo disminuyeron. Juicio no del todo errado puesto que Ramiro temblaba cada vez que el cielo se nublaba como señal de la oscuridad venidera. Por otra parte, el hecho de que su oficina fuera la numero 6 del sexto piso de un edificio en Suipacha al 600 lo llevó a renunciar a su trabajo y dedicar todo su tiempo al culto de Jesús. Así, Ramiro terminó recluido en su monoambiente luego de comprar todas las imágenes que consiguió en la santería, incluidos unos cuadros holográficos de pésimo gusto que, dependiendo del ángulo de visión, mostraban al niño en brazos de su madre o a un treintañero barbudo encontrado culpable de sacrilegio.
Así transcurrió su vida durante un par de años hasta las pascuas del 2003, cuando el crupier del destino volvió por más y dispuso que el consorcio decidiera repintar todos los paliers, que los hermanos Verga hicieran frente a la crisis trabajando los feriados y, no menos importante, que un fanático de Coltrane encontrara departamento. A esta altura Ramiro respetaba todas las fiestas de guardar, quizás fue una sobredosis de merluza o la renuncia al chocolate en forma de huevo lo que aguzó sus sentidos pero, sin importar la razón, ese fin de semana comenzó su calvario.
La mañana del jueves, mientras desayunaba su té con tostadas, escuchó un rumor detrás de la pared y al rato vio que los cuadros del sagrado corazón que había colgado empezaban a temblar. Con restos de tostada aun en la boca, se hincó con los dedos entrecruzados y rezó todas las oraciones que sabía. El temblor y los ruidos cesaron y el resto del día transcurrió con tranquilidad, turbado sólo por la visita de su madre. La mañana del viernes despertó por los ruidos en la escalera, ruido de metal chocando con metal. Con la boca aún reseca y algo desorientado fue al baño y al mirarse en el espejo notó con espanto la marca de un beso en su mejilla. El bullicio aumentó en el pasillo y desembocó en tres golpes a su puerta que ignoró deliberadamente con la ligera sensación de que no era lo correcto. Los pasos y el metal se alejaron como habían llegado y Ramiro recuperó la compostura. La tarde del sábado volvieron los ruidos, esta vez interrumpiendo su sesión de flagelación, que quedó en la cuenta de 99 latigazos en lugar de los 100 reglamentarios. No sólo el ruido del metal y el temblor de la pared alteraron a Ramiro, a eso se le sumó un resplandor blanco que se filtraba por debajo de la puerta. Ya completamente desesperado, Ramiro se dio cuenta de lo mal cristiano que había sido y prometió a su cielo raso que si sobrevivía ese día iría a Calcuta a emular a la tal Teresa. El sonido cesó inmediatamente y de la misma manera Ramiro acudió a la enciclopedia Salvat para ver dónde quedaba el lugar al que había prometido ir. Pero como se disuadía fácilmente ante la miseria, el impulso inicial de su promesa disminuyó hasta ser apenas una leve voluntad de ayuda, como la que sentía al ver a un anciano durmiendo en la calle o a un perro al que le falta una pata.
Lo lamentó, claro que lo lamentó, cuando temprano en la mañana del domingo comenzaron los ruidos. Todavía en la cama, abrazado a su peluche de la santísima trinidad, escuchó el ruido de metal subiendo por las escaleras, vio la luz filtrándose por debajo de la puerta y los cuadros temblar sobre la pared. Empezó a rezar, pero como el espamento no cesaba se resignó y vaya sorpresa se llevó cuando a la media hora, después de haber insultado a Cristo por no ayudarlo, el silencio se hizo dueño del domingo. En ese momento, Ramiro tuvo la primera de dos epifanías. Le llegó la iluminación, no sólo porque abrió la ventana para asomarse al cielo azul, sino también porque pudo considerar la posibilidad de haber exagerado su comportamiento. Habiendo superado así su etapa misticista, mientras saboreaba la brisa dominguera y vislumbraba las posibilidades de un futuro prometedor, escuchó el sonido que tanto había temido desde que leyó aquel libro.
Nunca supo demasiado de música pero pudo distinguir claramente el sonido de las trompetas al tiempo que le parecía ver en el horizonte una nube de fuego cubriendo el cielo. Esto alcanzó para hacer resurgir con todo su poderío original el furor místico, esta vez con la culpa de haber dudado del salvador barbado, el único que podía rescatarlo de las huestes del infierno.
Sabiendo que ya nada lo salvaría y con la posibilidad a un paso, lanzó una mirada al cielo despejado para buscar la paz, pero olvidó cerrar los ojos y esta hermosa visión fue pronto suplantada por la del asfalto acercándose a 10 metros por segundo. En ese momento tuvo su segunda epifanía que consistía en un pensamiento de lo más sensato, no falto de ironía por lo que implicaba notarlo en ese preciso instante, “los ángeles no tocan jazz”.

martes, septiembre 12, 2006

Cuidado con el perro...